El miedo de Turing
/ Alan Turing, brillante científico británico, fue arrestado en febrero de 1952. Su crimen fue haber amado al género equivocado. Tras su detención, Turing escribió una carta a un amigo cercano, temeroso de su reputación como científico. “Tengo miedo de que el siguiente silogismo sea usado por alguien en el futuro:
Turing cree que las máquinas piensan.
Turing se acuesta con hombres.
Por tanto, las máquinas no piensan.”
Eugene Goostman me escribe desde la ciudad portuaria de Odesa, al sudoeste de Ucrania. Habla ucraniano, ruso, yiddish y, según él, muy mal inglés. Después de explicarme que durak, en lengua rusa, significa estúpido, me pregunta mi nombre. “Emiliano”, le respondo. “¿Emiliano?”, repite. “Qué nombre tan interesante. Debes vivir en un país exótico”. Le platico un poco sobre México, donde he pasado todos los años de mi vida, y él me cuenta de Odesa, rodeada por un inmenso Mar Negro. Hablamos de videojuegos, música y películas. Husmea sobre mi carrera y, ni bien tecleo la respuesta, me interrumpe. Ha olvidado darle de comer a Bill, su cuyo mascota.
Eugene tiene 13 años, pero nunca ha crecido. Sueña con visitar otros países, pero no puede viajar. Le gusta el rapero Eminem, pero jamás ha escuchado sus letras… No, todo esto no se debe a alguna extraña enfermedad congénita. Eugene, simplemente, no es humano. Es un programa de computadora, un bot conversacional, un fragmento de software construido a partir de datos y reglas lógicas. Concebido en 2001 por Vladimir Veselov, Sergey Ulasen y Eugene Demchenko –a quien probablemente le debe su nombre–, el joven ucraniano tiene ahora más cosas en las que enfocar su atención, pues en tan sólo seis días se ha elevado al estrellato.
El pasado sábado 7 junio, durante una competencia organizada en la Real Sociedad de Londres, 30 jueces chatearon con un montón de personas para tratar de descubrir quiénes no eran seres humanos reales. Entre la multitud se colaron cinco programas de computadora que hicieron su mejor esfuerzo por demostrar su humanidad. Sólo uno de ellos pudo engañar a diez de los 30 miembros del jurado: un muchacho ucraniano con una extraña fijación por los cuyos. Con este logro, Eugene Goostman superó la prueba de Turing, diseñada para demostrar la existencia de inteligencia artificial.
Es 1950, y un juego de salón se celebra entre los invitados de una fiesta. Mientras los demás participantes beben y ríen, un hombre y una mujer se encierran en cuartos separados. Nadie puede verlos ni sabe quién es quién. Su objetivo es averiguarlo al hacerles preguntas y leer qué contestan a través de notas escritas (porque la voz delataría de inmediato el sexo de ambos). Ella dice la verdad; él miente e intenta convencer a todos que es la mujer, imitándola en sus respuestas. “¿Me podría decir la persona de la habitación izquierda el largo de su cabello, por favor?” –alza la voz una joven que gesticula notablemente ebria. Tras una corta espera, un pedazo de papel se desliza debajo de la puerta. “Mi cabello es ondulado, y mis pelos más largos miden unos 23 centímetros”, se lee. ¿Quién respondió tal cosa? ¿El hombre o la mujer?
Supongamos ahora que una máquina es la que engaña a los invitados, imitando el uso y sentido de nuestro lenguaje e incluso cometiendo errores propios de nuestra especie para hacerles creer que dialogan con otro ser humano. Esta es la prueba de Turing, un juego simple planteado por el matemático británico que le dio nombre: Alan Turing. De ser superada, justificaría que comenzáramos a juzgar a las máquinas como seres inteligentes porque no seríamos capaces de distinguir entre humanos y programas de computadora en una conversación a ciegas.
¿Cierto?
“La prueba de Turing es la más famosa, tal vez porque no hay otra mejor, pero esto no quiere decir que sea una buena prueba de inteligencia”, me responde Carlos Gershenson, jefe del Departamento de Ciencias de la Computación del Instituto de Investigaciones Matemáticas Aplicadas y en Sistemas de la Universidad Nacional Autonóma de México, cuando lo entrevisto a nombre de Historias Cienciacionales. “Todo depende de tu definición de inteligencia”.
El problema no es decir qué es la inteligencia, sino elegir una de entre todas las definiciones que existen. Y esto supone un obstáculo para la prueba de Turing. Que Eugene la haya superado, por ejemplo, nos ilustra poco sobre qué tan inteligente es el bot de charla. ¿Eugene comprende lo que le pregunto y lo que responde, es su intención contarme sobre ciertas cosas, o incorpora significados a los conceptos que usa? Carlos Gershenson prefiere guardar cautela, y advierte sobre lo arriesgado de discutir si las máquinas piensan o no porque la mente ha demostrado ser algo muy difícil de definir –y, por tanto, de medir–. Y es que la prueba de Turing, más bien, depende no sólo de el desempeño de Eugene sino también de mis propias expectativas.
Lo que mide la prueba maquinada por Alan Turing “es algo más limitado que la muy ambigua y problemática pregunta de si las máquinas pueden pensar o ser inteligentes”, dice Carlos. “Básicamente, trata de comparar las habilidades de una máquina con las de un humano; en este caso particular, para mantener conversaciones”. Es cierto, como dice Gary Marcus, científico cognitivo, en su columna de The New Yorker, que ningún chatbot actual –ni Watson ni Eugene ni Siri– puede siquiera acercarse a hacer lo que cualquier adolescente sí: ver un episodio de “Los Simpsons” y saber cuándo reír. Pero no seamos tan duros. Nadie puede pintar aún el punto final en las discusiones sobre inteligencia artificial.
El éxito de Eugene Goostman quizá no haya marcado un hito, como muchos quisieron creer, pero sí demuestra que los programas de computadora han llegado a cierto nivel de sofisticación. Carlos cita a uno de sus asesores, y me confiesa que “la mejor manera de comprender al ser humano es construyéndolo. En otras palabras, construir sistemas artificiales es una manera de comprender a los naturales”.
Quizá nos encontramos ante un acertijo demasiado difícil para que seamos capaces de resolverlo con nuestros conocimientos actuales. Pero si en el futuro se demuestra que el legado sobre la inteligencia artificial no existe, espero que por lo menos se vea refutado por buenas razones. No por el miedo de Alan Turing.
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Emiliano Rodríguez Mega es miembro fundador de Historias Cienciacionales. A Emiliano le gustan las plantas, los zombis y los dinosaurios. Después de verse frustrado por el trabajo de investigación en el laboratorio, descubrió que le gusta contar historias como esta.
[Ilustración de Alan Turing realizada por Hannah Wilson].
En este enlace encuentran el artículo original de Alan Turing: Maquinaria computacional e inteligencia.
Carlos Gershenson profundiza mucho más en los problemas de la inteligencia artificial en este artículo escrito en español.
Algunos medios son bastante críticos sobre el reciente ‘éxito’ de Eugene Goostman. Pueden leer, por ejemplo, lo que escribe Gary Marcus en The New Yorker o Celeste Biever en New Scientist.
Si desean charlar con Eugene, pueden hacerlo aquí (si es que el servidor no está atascado).
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