Robots que tienen sexo, evolucionan y se diversifican

Robots que tienen sexo, evolucionan y se diversifican

/ Hasta hace poco, para estudiar la evolución de las especies uno tenía que ir adonde vivieran las especies. Había que aguantar la lluvia o la nieve o el sol o el frío o el calor o el lodo o los mosquitos o las rozaduras en la entrepierna de los pantalones, o un largo etcétera. Ahora, sin embargo, uno también puede acceder a un poco del conocimiento sobre las especies desde la comodidad de su escritorio. “Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma programa una montaña en la computadora y llega a ella sin levantarse de su silla, al fin que si Mahoma es un programador hábil, la montaña simulada y la real pueden parecerse lo suficiente como para extraer conclusiones válidas de su estudio.” No lo hemos confirmado, pero pensamos que éste podría ser el proverbio que tienen colgado en la pared de sus cubículos los científicos que estudian los procesos de evolución de las especies por simulaciones virtuales.

Ahora bien, a pesar de lo útiles y válidos que han sido los modelos computacionales para estudiar los procesos evolutivos, todavía hay científicos que quieren hacer que la montaña virtual de Mahoma sea lo más parecida posible a la real. Y así ha surgido el campo de la robótica evolutiva. Tal como suena, se trata de construir robots sencillos, con algoritmos simples de comportamiento, que puedan interactuar entre sí (con los sensores adecuados), reproducirse (mezclar su software con el de otro robot) y transmitir información genética (descargar el software resultante en un nuevo hardware o en el mismo). Con el tiempo, y sin intervención humana, se van desarrollando entre los robots comportamientos nuevos adaptados a las circunstancias. En otras palabras, evolucionan.

Este inusual campo de investigación ha dado muy buenos resultados en años recientes. Su principal reto es imitar los procesos de selección natural de la forma menos artificial posible. En la naturaleza, los organismos pueden heredar sus genes si sobreviven y si convencen a otro individuo para que juntos engendren a un tercero (excepto los que pueden hacerlo solos). De esa forma se conservarán con mayor probabilidad los genes que de una forma u otra ayudaron a los organismos a sobrevivir y reproducirse en un ambiente particular. Es entonces cuando se dice que están adaptados.

En el mundo de los robots, muchos algoritmos sencillos en combinación pueden dar lugar a diferentes comportamientos, por ello a esos algoritmos también les llaman “genes”. Para que los robots transmitan sus genes a la siguiente generación, deben cumplir cada vez con mayor eficiencia las tareas que les pongan los programadores. Esos retos pueden ser moverse sin chocar con las paredes, huir de otros robots depredadores, ser buenos para intercambiar algoritmos con otros robots (ser buenos para el sexo robot, pues) o simplemente alimentarse eficientemente de baterías encontradas en sus alrededores. Cada generación engendra robots ligeramente mejor adaptados a la tarea que les confiaron, y como sus algoritmos también están programados para mutar, la evolución puede ser infinita.

Lo maravilloso de la robótica evolutiva es que ha dado resultados parecidos a la evolución orgánica. Después de cientos de generaciones bajo algunos de los desafíos mencionados, los experimentos de robótica evolutiva han logrado que los robots evolucionen comportamientos nuevos y complejos, que no estaban programados originalmente, como moverse sin chocar con las paredes, adoptar una zona del experimento como una casa, cooperar los unos con los otros, desarrollar diferentes estrategias de depredador y presa, e incluso desarrollar altruismo entre ellos (en el sentido más técnico del término). Estos avances los describieron recientemente un par de pioneros del campo, los científicos suizos Dario Floreano y Laurent Keller en un artículo publicado en la revista PloS Biology en 2010. De entonces para acá se han seguido hacendo descubrimientos interesantes. Interesante e inesperados.

Stefan Elfwing ha estado interesado en este campo desde hace cerca de 10 años. En su último experimento, realizado en conjunto con Kenji Doya del Instituto Okinawa de Ciencia y Tecnología, en Japón, Elfwing pretendía estudiar un caso de evolución robótica en el cual los robots llegaran a una estrategia equilibrada entre reproducirse y mantenerse alimentados (con la energía suficiente para seguir moviéndose). Usó para ello ciber-roedores, un tipo especial de robots que tienen los componentes básicos para vivir por sí solos y evolucionar: dos ruedas, una cámara para detectar otros ciber-roedores y baterías cercanas, dientes de electrodo para recargar energía y un puerto infrarrojo para CENSURADO con otros ciber-roedores. Cada robot podía hacer dos comportamientos básicos (fruto de la combinación de varios algoritmos-genes): buscar comida o buscar parejas para reproducirse. Elfwing podría haber esperado que los ciber-roedores desarrollaran una estrategia perfectamente equilibrada entre comer y copular (lo primero asegura energía y lo segundo asegura que sus “genes” se transmitan). Sin embargo, encontró algo que no esperaba.

Después de 1,000 generaciones, los ciber-roedores habían desarrollado dos comportamientos diferentes, que coexistían en la misma población. “Descubrí el polimorfismo [que es como se le llama a la coexistencia de dos características diferentes en una especie] por suerte, mientras estaba analizando los genes que habían evolucionado”, nos platica Elfwing en entrevista para Historias Cienciacionales. Los genes que controlaban otros comportamientos eran casi todos iguales, pero los que controlaban las estrategias de reproducción se diferenciaban en dos grupos distintos.

Esto podría ser una sólo una curiosidad robótica, si no fuera porque el polimorfismo en estrategias de reproducción se puede encontrar en la naturaleza. De hecho, los comportamientos reproductivos de hembras y machos pueden considerarse a grandes rasgos diferentes estrategias. Las unas tienden a elegir quisquillosamente a su pareja, mientras que los otros tienden a dispersar generosamente su semilla. Esto es en parte consecuencia de que ambos sexos aportan diferentes recursos a la reproducción. Sin embargo, incluso entre individuos del mismo sexo en una sola especie, pueden existir diferentes estrategias para buscar pareja. Los machos de los pulpos de Indonesia de la especie Abdopus aculeatus son hay un ejemplo fenomenal. Algunos machos celan salvajemente a sus hembras y ahuyentan a cualquier pretendiente de su guarida. Otros machos, en cambio, se hacen pasar por hembras, engañan a los machos celosos y logran acercarse lo suficiente a la guarida para fertilizar a la hembra que supuestamente estaba protegida. Esta estrategia puede parecer muy ventajosa, pero los pulpos engañosos necesitan de los celosos para tener alguien a quien engañar. Es por eso que en esa especie de pulpo se ha conservado un equilibrio entre las dos estrategias de los machos. Algo parecido sucedió con los ciber-roedores de Elfwing.

El investigador encontró que algunos de sus robots preferían comer a reproducirse. A estos los llamó Forrajeadores, pero nosotros los podríamos llamar Golosos. Otros, en cambio, preferían reproducirse a comer. A estos los llamó Perseguidores, pero nosotros los podríamos llamar Donjuanes. Después de hacer muchas repeticiones de sus simulaciones, Elfwing encontró que la proporción estable para la población de ciber-roedores era de 75% de donjuanes y 25% de golosos. En este caso, la existencia de los golosos depende de que haya suficientes donjuanes.

Este caso de evolución robótica se asemeja a casos naturales y, para Elfwing, es un primer paso para darle validez al uso de la robótica evolutiva en el estudio de la evolución orgánica. “Hasta ahora, la evolución de robots ha sido usada primordialmente para confirmar o evaluar hipótesis evolutivas básicas”, comenta el investigador. Pero él confía que pronto se puedan generar predicciones valiosas que se puedan probar en la naturaleza. “Espero acercarme a eso en la siguiente fase del proyecto, tratando de hacer evolucionar roles sexuales estables a partir de una población inicial de hermafroditas sin preferencias de reproducción predefinidas”, explica.

Curiosamente, esto podría hacerse incluso sin usar físicamente a los robots. En este mismo experimento, Elfwing sólo usó a sus robots las primeras generaciones. Recabó los datos y continuó la simulación en la computadora. Fue así que pudo hacer muchas repeticiones de un experimento de 1,000 generaciones. Pero si el experimento de todos modos sigue simulándose en la computadora, ¿cuál es entonces la gracia de usar robots? Una razón es que las simulaciones físicas con robots, y las virtuales que les siguen, pueden capturar el azar que habita en todas las interacciones entre organismos, y que es complicado de añadir a otro tipo de simulaciones matemáticas. Otra razón es que la mayoría de las otras simulaciones teóricas no permiten que haya cambios de comportamiento en los individuos, pero “en el enfoque de la robótica evolutiva, la evolución de los comportamientos es una parte esencial”, comenta Elfwing.

Normalmente, cualquier duda sobre la validez de las simulaciones virtuales de estos robots es disipada al descargar los algoritmos resultantes desde la computadora a los robots y probar si efectivamente se comportan como se veía en pantalla. Esto ha resultado cierto en la gran mayoría de las veces. Elfwing no lo realizó en este experimento, en parte porque lo que estaba intentando mostrar no necesitaba validarse de esa forma, y en parte porque la corporeidad de los robots ya comenzó a pasarles factura. “Los ciber-roedores ya son muy viejos; tienen más de 10 años de edad y sólo tenemos cuatro”, nos explica el investigador; “y algunos de ellos ya no funcionan al 100%”. Aparentemente, el sexo continuo por el bien de la ciencia fue más de lo que pudieron soportar.

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En la imagen, los ciber-roedores de Elfwing. Tomada del artículo original.

Aquí el artículo original de Stefan Elfwing y Kenji Doya, publicado el mes pasado en la revista PloS One: http://ift.tt/1p55Yi4

Aquí la revisión de Dario Floreano y Lauren Keller, publicada en PloS Biology en 2010:
http://ift.tt/RrDDTL

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